martes, 2 de agosto de 2011

Esa canción era una melodía para sus oidos, con ella aparecía en su cabeza la primera vez que se cruzó con él, la primera sonrisa, el primer saludo que con voces entrecortadas fue uno de los mejores momentos de los dos. Aquel en el que no existia nada ni nadie a su alrededor, solo ellos, solo aquel primer beso. Cada mañana contaba en su agenda los días que quedaban para ir a aquel aeropuerto y volverle a ver, abrazarle y no despegarse de aquel cálido aroma que había extrañado durante los últimos dos años. A lo lejos, solo a lo lejos, ve bajar uno a uno a los pasajeros de aquel vuelo, NYI2595. Un chico de aspecto robusto y gafas estilo aviador baja de pronto por las escaleras que conducen a la pista, sin quitarse las gafas saca aquel mágico llavero que ella le había regalado y lo enseña para que ella, aun lejos, pueda verlo. Se acerca nervioso mirándola de arriba-abajo preguntándose cuantos hombres habrán sido como él y habrán podido iluminar aquella sonrisa. Llevaba una falda y unos tacones que hacían juego con su camiseta, siempre conjuntada. Era ahora para él, todo este tiempo no había sido de otro que no fuera él, porque no se imaginaba una vida en la que él no estuviera. Ambos cumplieron aquella promesa. Ella juró y perjuró que sonreiría siempre a pesar de que no tuviera ganas de hacerlo y él a cambio, la había prometido que guardaría ese pequeño llavero como un gran tesoro y que cada noche antes de acostarse pensaría en ella. Otra vez esa frase de aquel cartel que invadía las farolas de aquel junio de 2010. Una obra de teatro y una gran frase para aquellos postes. Se abrazan, recuerdan, sueñan, se pierden en el sentir del otro, sufren, viven, rien, lloran. Entonces todo tiene ahora sentido, este no es un amor culaquiera, no es ese que se escribe siempre en cuentos o historietas para que la gente los lea en casa en su tiempo libre. Este es un amor grande, profundo, sencillo, rebelde, un amor que no solo atraviesa fronteras, sino que no se rinde ante las nuevas dificultades.

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